Santa Paula de Roma

“Noble por su sangre, pero mucho más noble por su santidad…,

Poderosa por sus riquezas, pero mucho más insigne por la pobreza de Cristo, De la estirpe de los Gracos, del linaje de los Escipiones…. prefirió Belén a Roma y trocó el resplandor de los dorados artesonados por la vileza de una choza de barro”.

Así resume San Jerónimo, en su elocuente panegírico, la vida “de esta mujer admirable” que vino a ser la primera de sus hijas espirituales, “mínima entre todas para superarlas a todas”.

 

  

Santa Paula nació el 5 de mayo de 347 y vivía en la ciudad de Roma.

 

Paula y su esposo eran de una alta posición social. Tuvieron un hijo y cuatro hijas.

 

Al morir su esposo, su amiga Marcela que era una viuda romana de gran fe, la convenció para que se entregara totalmente a Dios. Desde entonces Paula renunció por completo a las diversiones y a la vida social. Repartió entre los pobres todo lo que tenía y se dedicó a las buenas obras.

 

Paula sufría viviendo en el bullicio de la ciudad, deseaba vivir retirada, sin tener otra cosa en que ocuparse más que de estar meditando y orando. Entonces dejó su casa, familia y amigos y se alejó de Roma.

 

Santa Paula se embarcó con su hija Eustaquio y visitó diferentes lugares hasta llegar a Belén, fue allí donde conoció a San Jerónimo.

 

Llevaba treinta y cinco años con los velos de la viudez, le habían quedado cinco hijos: un niño, del mismo nombre y de la misma religión pagana que su padre, y cuatro jovencitas: Blesila, viuda de diecisiete años, aún pendiente del mundo y del tocador; Eustoquio la perla de todo el collar, virgen consagrada por el papa Liberio en sus dieciséis primaveras; Paulina y Rufina.

 

Jerónimo revolucionó aquel hogar, haciendo de Paula un espejo de virtudes evangélicas y una heroína de la ciudad. Eustoquio era ya en Roma, “joya preciosa de la virginidad y de la Iglesia”; Blesila, que se defendía de la influencia de tal maestro, cedió por fin al dardo certero de una cruel enfermedad que la convirtió de lleno a la vida ascética; Paulina, de vocación más corriente, dio su mano al senador Pamaquio, gran amigo de San Jerónimo, de quien reza también el martirologio romano. A través de esta familia privilegiada el Santo revolucionaba también a la alta sociedad romana, que se veía invadida por la virtud de la palabra evangélica.

 

En Roma dejaba Jerónimo la primera semilla de vida monástica. Allí tejían vestidos para ellas mismas y las demás. Paula administraba con gran caridad y humildad.

 

Quería que el amor a la pobreza se manifestase en toda partes. En vez de comprar adornos caros para el convento y capillas, repartía el dinero entre los pobres que, según decía, son miembros vivos de Cristo.

 

Santa Paula se ocupaba de atender a San Jerónimo y lo ayudó en sus trabajos con la traducción de la Biblia, pues su padre le había enseñado el griego y en Palestina había aprendido el hebreo.

 

“Yo miserable pecadora – exclamaba Paula, después de un éxtasis memorable en la gruta de Belén -, he sido juzgada digna de besar el pesebre en el que el Dios Niño dio sus primeros vagidos y de orar en la cueva donde la Virgen Madre dio a luz el Divino Infante. He aquí el lugar de mi descanso, porque es la patria de mi Señor. Prepararé una lámpara para mi Cristo. Mi alma vivirá para mi y mi linaje le servirá”.

 

Durante veinte años la patricia Paula, convertida en humilde conciudadana del Salvador, se abatió tanto por la humildad que parecía la última de sus criadas. Su ensayo monástico de Roma llegó en Belén a la perfección. Más de cien vírgenes formaban su corona. Ninguna la sobrepasaba en la penitencia y en la oración. Dormía sobre el duro suelo, ayunaba sin cesar, pasaba noches enteras velando en la plegaria. El don de lágrimas cegaba casi sus ojos, la caridad dispersaba su inmenso patrimonio. Quería que, al morir, tuvieran que pedir de limosna la sábana en que la enterraran. Todo le parecía poco sin embargo, para proveer a Jerónimo rodeado de discípulos, de los textos griegos, hebreos, siriacos, que necesitaba para su ímproba tarea de traducir al latín la Sagrada Biblia en estudio directo sobre los textos originales.

 

Fue una enamorada del Verbo Encarnado y de todas sus divinas palabras. de las que le decía Jerónimo que eran como una segunda Eucaristía. Se sabia las Escrituras de memoria, se revestía de ellas “como de la armadura de Dios” en todos sus duelos y tribulaciones, que fueron grandes. A su luz fundó y dirigió el triple monasterio, organizado como las centurias romanas e inspirado en la regla de San Pacomio donde se vivía una vida sencilla y celestial, alabando al Señor de noche y de día como los ángeles, sirviéndole en el trabajo, intelectual y manual, en la caridad y en la mortificación.

 

San Jerónimo. que encontró en Paula una discípula incansable, una hija y una madre, ha referido también su muerte, que fue un epitalamio. Sufría él y lloraba Eustoquio, “la perla de las vírgenes” con todas sus compañeras. Ella veía “quietas y tranquilas” todas las cosas y moría exclamando: “¡Señor he amado la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu gloria! ¡Qué deliciosos son tus tabernáculos! Elegí ser despreciada en la casa de mi Dios, mejor que habitar en las tiendas de los pecadores”.

 

Santa Paula murió el 26 de enero del año 404, día en que se conmemora su fiesta.